Compartimos el artículo de Hernán Peñafiel, socio del Estudio, publicado en el Mercurio Legal.
La aparición del covid-19 ha afectado sin duda la ejecución de muchos contratos y lo seguirá haciendo en el tiempo próximo, tanto a causa de las consecuencias del virus propiamente tal como de las medidas administrativas tomadas para enfrentarlo.
No tenemos, en general y a diferencia de otros países, una ley o cuerpo jurídico que expresamente se haga cargo de los efectos que un fenómeno como este puede causar para una, ambas o todas las partes de un contrato.
La aplicación en la jurisprudencia de principios formativos de nuestro derecho, recogidos en normas de efectos generales, como la buena fe, el caso fortuito y la fuerza mayor, para resolver conflictos a propósito de fenómenos más o menos equivalentes como terremotos, tsunamis o desastres naturales, ha tenido incluso en un pasado reciente alcances restringidos, cuando no contradictorios.
Los tribunales han sido en verdad reacios a aceptar la aplicación de la teoría de la imprevisión como norma de interpretación, ejecución y reparación contractual, refrendando en su lugar la primacía de lo pactado y la seguridad jurídica.
Se anuncian entonces nuevos proyectos de leyes o la reactivación de añejos con el fin de suplir el vacío y presentar “la solución”, pero más allá de la demora y dificultades prácticas y jurídicas que esto puede traer, parece tiempo justo para reflexionar acerca de si el impacto de la crisis en la ejecución contractual puede llevar a las cortes a afrontar hoy el problema con otra mirada, considerando la magnitud del fenómeno, pues ya no se tratará en verdad “del caso particular”.
Me parece que una revisión, actualizada conforme a la doctrina moderna, de la buena fe, el caso fortuito y la fuerza mayor, podría ser suficiente para la resolución judicial de casos en que la ejecución de una obligación se haya hecho imposible de cumplir, total o parcialmente, temporal o definitivamente, por una o ambas partes, existiendo suficiente “margen” jurídico para que se conceda o deniegue total o parcialmente una demanda de cumplimiento forzado o resolución de contrato, con indemnización de perjuicios, y se pueda determinar en su caso por el juez un mecanismo de compensación o ajuste adecuado, sin que ello dañe la estabilidad contractual ni la seguridad jurídica.
Distinta asoma, en cambio, la hipótesis en que se ha producido una seria alteración en la ejecución de la obligación que las partes previeron al contratar de las prestaciones asumidas, causada por un hecho posterior de esta naturaleza, en donde si bien la obligación se puede cumplir, llevarla a cabo es muy gravoso ahora para el obligado, reportando además habitualmente un beneficio exagerado y no previsto inicialmente para la contraparte, con un incentivo perverso entonces a hacer cumplir lo pactado.
Esa situación, comúnmente denominada “excesiva onerosidad sobreviviente”, si bien me parece podría solucionarse también conforme a la interpretación contemporánea de los principios antes señalados y otros aplicables, exige del tribunal en todo caso un ejercicio jurídico y material superior, pues el juez llamado a resolverla deberá dilucidar la forma correcta de revisar lo que parte de la doctrina llama “el equilibrio contractual” y, particularmente, establecer el mecanismo para su restablecimiento, en su caso.
Pero bien vale el esfuerzo, pues la determinación precisa y objetiva por la jurisprudencia de la esfera de aplicación de un mecanismo de compensación contractual ante hechos de esta naturaleza, asentando un criterio uniforme y claro para su aplicación, en ausencia de ley expresa para caso concreto, traería evidentes beneficios, precaviendo una posible ley deficiente dictada al calor de la coyuntura.
Implicaría también el reconocimiento de una regulación jurídica ya existente, evitando la dificultad de la retroactividad de la ley y, además, constituiría un relevante incentivo a las partes de los contratos para que, desde ya, lleven efectivamente adelante su buena fe, adecuando su comportamiento a los cambios contractuales que la situación amerite.
Para este propósito, valga entonces enunciar los principios mayormente asentados en la doctrina reciente, derecho comparado e incluso alguna escasa jurisprudencia nacional para su mejor resolución, razonando sobre la hipótesis común de un contrato bilateral, oneroso, conmutativo y de tracto sucesivo, a saber:
El cumplimiento de la obligación ha devenido en excesivamente oneroso, aumentando los costos de la ejecución de la prestación en comparación a los previstos al momento de la celebración del contrato. Evidentemente, se debe tratar de un aumento significativo y susceptible de ser valorado objetivamente.
En este caso el afectado es el deudor, pero puede haber otros en que lo sea el acreedor. Los autores suelen citar como ejemplo cuando el precio de mercado del bien objeto del contrato ha disminuido o se ha modificado la circunstancia original, habiendo perdido el sentido considerado al contratar (casos de compraventa de inmuebles).
Este cambio de condiciones debe provenir directa y exclusivamente de este hecho extraordinario, imprevisto e imprevisible, sin que exista mora previa al hecho imprevisible, culpa o dolo de la parte.
Para los efectos de determinar la imprevisibilidad debe examinarse íntegramente el tenor y espíritu del contrato y particularmente las características de la parte que la alega en su beneficio (por ejemplo, su preparación, conocimiento del asunto o materia, la natural asunción de riesgos, etc.)
Igualmente, es relevante la disposición y voluntad del contratante a cumplir, su imposibilidad de oponerse al hecho y consecuencias, que deben escapar a su control.
Mayores precisiones se pueden encontrar también en la literatura y jurisprudencia internacional a propósito de la actividad mercantil internacional y los relevantes cuerpos legales y de principios que buscan orientarla.
En todo caso, el supuesto central y común a toda hipótesis, en su expresión más amplia, es un cambio sobreviniente de circunstancias que, de haber sido previsto por los contratantes, hubiese tenido como consecuencia que no hubiesen celebrado el contrato o lo hubiesen hecho en términos sustancialmente diferentes.
De todas formas, cabe reiterar la necesidad de mantener la aplicación restrictiva de la teoría de la imprevisión y de la excesiva onerosidad sobreviniente, como excepciones al principio de la fuerza obligatoria de los contratos y su necesidad de ser alegada por la parte.
Además, no puede prescindirse de la necesaria atención a la manera en que la judicatura eventualmente acoja la alegación y conceda remedios al contrato, para mantener la original equivalencia de las prestaciones que se miraron como equivalentes al contratar.
En general, la decisión perseguirá ajustar la o las prestaciones equilibrando el sobreviniente desbalance, enmendando o corrigiendo estas, o las atrasará o suspenderá, o sino hay más remedio, declarará terminado el contrato. Todo esto supone, necesariamente, la consideración económica de lo que se ajusta, compensa o restituye.
Mucho dependerá, finalmente, de las peticiones de las partes y cómo las presenten, y tanto en su observación como del prudente arbitrio judicial no se podrá olvidar que, en definitiva, la naturaleza y sus fenómenos asociados pueden ser imprevisibles, pero la naturaleza humana a menudo simplemente no admite regulación.
* Hernán Peñafiel Ekdahl es abogado de la Universidad de Chile, socio del estudio Chirgwin Peñafiel y especialista en litigios complejos y arbitraje.
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